Durante unos años estuve muy enfadado con mi madre y con mi padre. Durante parte de esos años, llegué incluso a sentir odio por ella y menosprecio por él. Odio por ella cuando empecé a decirme que esos recuerdos desagradables que yo tenía eran, en realidad, escenas de abuso sexual. Desprecio por él cuando empecé a preguntarme dónde estaba su atención cuando ella abusaba de mí y él no abría la puerta para averiguar qué estaba pasando. Ese odio y ese desprecio venían de mi yo víctima, de esa parte de mí, o si se prefiere, de esa fase de mi proceso de toma de consciencia y sanación, en la que me veía a mí mismo como una víctima de las atrocidades cometidas por otras personas. Y más víctima aún, porque esas personas eran, precisamente, las que tenían que protegerme de, al menos, lo peor que pudiera pasarme.
Estuve un tiempo metido en el personaje de la víctima que había vivido en el horror durante toda su infancia. El tiempo necesario para re-encontrarme con el dolor del niño herido, con la rabia nunca expresada, con la rabia nunca sentida, y sacarla de cualquier forma que pudiera: llorando, gritando, golpeando paredes, rompiendo objetos en casa, consciente de lo que de verdad me movía, en lugar de enfadarme porque sí con cualquiera, enfadarme con el mundo, manifestarme en las calles contra no sé qué...
Cuando empecé a procesar el abuso, hacía ya casi veinte años que mi madre había muerto. Gracias a eso aprendí, sin saberlo, que lo importante de esa rabia no era que ella la escuchara ni que la entendiera ni que la aceptara, sino que yo la expresara. Era lo único que yo podía hacer, así que le escribí una carta en la que le dije todo lo que en aquel momento sentía que quería y necesitaba decirle. Para ello, tuve que pasar por encima del mayor obstáculo que había estado bloqueando mi toma de consciencia sobre el abuso durante más de cuarenta años, y era el hecho de que ella fuera mi madre. Cuando me encontré frente al papel, me di cuenta de la lucha interna que había en mí entre lo que necesitaba decirle y lo que una voz mía me decía sobre el hecho de que hay ciertas cosas que no se le deben decir a una madre ni a un padre. Hasta que otra voz interna, la que había empezado a guiarme por el camino desde la rabia hacia el amor, me susurró justo lo que necesitaba para pasar por encima del miedo, resolver el falso dilema y romper el bloqueo: "si la mujer que abusó de ti no hubiera sido tu madre, ¿qué le dirías ahora?". Y ahí salió todo. No puedo decir que ese día se acabó el odio hacia ella, pero sí que ese día planté la semilla de la que, un tiempo más adelante, surgió el final del odio que sentía hacia ella. Aunque pueda parecer paradójico, la expresión libre, sin autocensura de ningún tipo, de la rabia acumulada fue el acto que empezó a abrir el camino que llevaría al reencuentro con el amor hacia mi madre. Y eso es así porque expresar esa rabia inmensa, ese odio, fue, entre otras cosas, un enorme acto de amor hacia mí mismo, algo que también estaba pendiente, porque el amor hacia uno mismo es una de los pilares fundamentales de nuestra vida que saltan por los aires cuando alguien abusa sexualmente de un niño.
Sí, hay que sentir la rabia y hay que atravesarla, por difícil y duro que sea. Directamente, de frente, sin anestesia, sin sustitutos, sin distracciones. Eso es lo que había hecho durante toda mi vida, y ya no me servía si quería de verdad vivir. Pero, por muy necesario que sea sentir y atravesar la rabia, si uno se queda ahí, habrá hecho solo una parte del camino y seguirá metido en el túnel. Porque del túnel se empieza a salir cuando se empieza también a dejar atrás la rabia, cuando se empieza a salir también del personaje de la víctima.
Recordar lo poco que sabía de la historia de mi madre, y viendo esa historia con otros ojos, que se parecían mucho a los ojos con los que ella vio su propia historia, me ayudó inmensamente a empezar a dejar de odiarla y volver a quererla. A ella la habían violado dos tíos suyos cuando era una adolescente. Dos tíos con los que ella vivía y que se suponía que se habían comprometido a ser la figura adulta nutridora y protectora que ella necesitaba desde que se quedó huérfana a los 14 años durante la guerra civil. Pero eso todavía no me llevó al punto al que de verdad necesitaba llegar, a la toma de consciencia más profunda que lo vivido guardaba para mí.
Eso llegó cuando empecé a tomar consciencia del plan álmico, del hecho de que el alma escoge el momento, el lugar, la sociedad, la familia, el cuerpo en que uno nace. Escoge también los puntos clave de la trayectoria vital por los que espera que el personaje en el que encarne pase. Cuando uno se hace consciente de esto, resulta mucho más fácil pasar de preguntarse "¿por qué me ha pasado esto a mí?" a preguntarse "¿para qué he vivido lo que mi alma ha decidido que viva estando aquí?". La voz que se hace la primera pregunta es la de la víctima que se ve como alguien impotente, atrapado en su pasado o, mejor dicho, en la propia visión de la propia historia. La voz que se hace la segunda pregunta es la del observador interno que, desapegado del personaje encarnado, intenta ayudarle a comprender y trascender el dolor por lo vivido. La respuesta a esa segunda pregunta es diferente para cada cual y puede ser muy simple o más compleja, puede tener una capa o muchas, como es mi caso. Pero en ella está el núcleo del sentido de lo vivido y de lo que queda aún por vivir.
Desde la respuesta, o las respuestas, a esa pregunta, uno puede observar lo vivido desde el otro lado del puente del dolor y, entre otras cosas, contribuir a aliviar el dolor de otros y contribuir también, a veces como una especie de faro silencioso y casi invisible, a que se reencuentren con la energía que necesitan para recorrer su propio camino y cruzar su propio puente.
Y ahí estoy, con el corazón abierto y la mano tendida a quienes están haciendo su camino.
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